Ir al contenido principal

Temprana

Me tiemblan las piernas de una manera constante, como una locomotora a toda velocidad.
Una mano se me congeló y la otra está a punto, prendo un cigarrillo y se me cae el encendedor sobre un charco de agua.
Una tormenta atacó anoche la ciudad, los relámpagos entraban por la persiana cerrada completamente, los truenos me asustaban tanto que no podía dormir.
Me levanté muy temprano hoy, dormí apenas 4 horas tan profundas que me desperté como si estuviera viviendo lo que estaba soñando.
El cigarrillo se consumió sin que le diera una sola pitada, me quedé mirando la ventana del piso 7.
Pasan 10 minutos, me prendo otro cigarrillo, comienzo a toser, mucho, más fuerte, tanto que me asusté y lo tiré, como si fuera una piedra con la que quisiera romper el vidrio de la ventana del piso 7.
Camino de una punta a la otra, rápido para entrar en calor, al menos hasta que mis piernas dejen de temblar y corra la sangre por todo mi cuerpo.
Necesito la respuesta ahora, no dentro de algunos minutos, ni horas, ni días.
Hablame, decime, contame algo ahora, adelantame algo.
Sé que no tengo que hacerlo más, sé que me lastima y me hace mal. Lo sé.
Vine muy temprano, tendría que haber dormido un poco más y venir a tiempo y así no esperaba desesperada acá afuera. Cuando sonó el despertador me levanté como si fueran a darme la noticia más importante de mi vida.
Guardo los guantes, me perfumo, meto en la cartera el atado de puchos, el encendedor todavía está mojado pero lo pongo en el bolsillo de la campera.
La puerta blanca y enorme, me asusta, pero entro con la cabeza alta y la mirada fija.
Me llaman por mi apellido. Camino hacia la puerta número 3, era la más blanca de todas.
Me dice que me siente, entonces me acomodo, con las piernas temblando todavía, frente a él.
A los pocos minutos, salí inundada de rencor, casi no podía moverme, me senté en la sala de espera.
Ahí me quedé horas y días y noches.
Escondida en el dolor que mi cuerpo me recordaba a cada momento.
Sumergida en la muerte temprana de mi alma.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El príncipe encantado (Cuento)

Había una vez un castillo gigante, muy gigante que lleno de colores en su interior, aguardaba la llegada de un príncipe encantado. Mientras nadie tocaba a su puerta, el castillo se preparaba cada día para ese gran momento, adornaba sus habitaciones con mucha imaginación y muchísimo color. Tenía 1500 habitaciones y 458 baños. 15 patios de ilusiones y 10 jardines de mariposas. Tambien había 5 piletas que se escondían entre los miles de árboles y puentes colgantes. El puente mayor tenía lucecitas de galletitas y flores de caramelos, y cada mañana se llenaba de preciosos pajaritos que revoloteaban y cantaban sin parar a su alrededor. Los perros se vestían de traje y galera plateados todos los días y se sentaban en la enorme puerta, de hierro de dulce de leche, a esperar, mientras leían cuentos fantásticos y comían tortas de chocolate. Las hadas del castillo trabajaban en todo momento, perfumando las alfombras, preparando dulces y chupetines para la llegada del príncipe. Así pasaban los día...

Ahora

Soy lo que dejaste de mí, fui lo que quisiste que sea cuando vos quisiste que sea. Fuimos la nada misma mientras parecía que seríamos todo. Eras ese sueño de tantos años, eras la ilusión que había quedado sumergida en medio de la vida. Soy lo que nunca quisiste que sea. Fui más de lo que merecías, fui mucho más de lo que creí ser. Si pudiera decirte todo lo que no quisiste escuchar, ya no te lo diría. Ya no. Soy lo que aprendí de vos, soy tanto más que no podrías reconocer tan siquiera mi voz. Fuimos la nada antes y después. Y nunca más volveremos a ser. Yo soy. Vos, no sé.

Sangre

Se mueren las maderas con sólo caminar, la inmensa casa abandonada parece agonizar. Una mujer se asoma, temblando sus pies, el terror le invade hasta los huesos. La mirada perdida hacia el mar, que, con su oleaje fino atravesaba su andar. La sangre se derramó una vez más, bajo la almohada al final. Un perro ladra. Un pájaro ya dejó de cantar. Las maderas parecen llorar. Las deja caer, las oye morir. Ya no brillan sus ojos ni al pasar, le tiembla el cuerpo y el alma aún más. El alma ya cansada y olvidada bajo aquella almohada ensangrentada.